viernes, 18 de febrero de 2011

Viernes 3 de febrero


Domeñada por el peso del día soleado y el bamboleo del pequeño navío de nuestro amigo y casero Pre.
Al espejo aparecen nuevos acentos. Una línea castaña al comienzo de las mejillas y la nariz. Una suave sombra de bigote en una piel brillosa por el aceite bloqueador. Relajo los hombros en la hamaca y observo a Natalia, la chica brasilera, cómo se pinta el rostro, las manos y las piernas con achiote. Me acerco y le hago un gesto de participar. Ella toma el palillo aplica algunas líneas en mi cara y las repasa con cuidado y delicadeza. De nuevo al espejo: unas curvas naranjas en el mentón y unas rectas en los párpados. Pienso en una marioneta .Este, como todos los anteriores lugares de instancia, lo hemos convertido en casa y se me antoja pensar que los demás a nuestro alrededor  también lo creen. La mesa del comedor está revuelta con las figuras, bolas de papel y hojas para el origami. Dos bolsas con panes dulces, vasos a medio llenar con té y café respectivamente. Pipas, objetos pluralizados por toda la mesa. Atrapa sueños, esqueletos, dibujos, móviles de variado tipo, plantas, ropas, cuelgan de todos lados a manera de ornamento y tipificándola. Un árbol de pimienta muestra su torso detenido en un extremo de la sala y uno entiende que primero fue el árbol donde inevitablemente será la casa. Nunca he subido a la segunda planta de nuestro hogar; esa ramada entre los salones interiores y la cocina, pero es muy fácil prever que todo allí es más sencillo, casi tanto como la vida de Dolly, mi única perra amiga, en su ser como perro. Dolly viene para que acaricie su hocico, se convida a la hora de mis comidas y ayer cuando fui a nadar al lago que se forma del rio me acompañó. Moviendo su cola avanzaba y me miraba. Se retardaba orinando el camino para no olvidar cómo regresar  y se me ocurrió pensar que ella ya conoce del abandono y lo importante que es no descuidar el sendero aunque se parezca en segura compañía. Se aletargaba un poco sobre algún alterón de tierra y yo la llamaba con lo que salía despavorida hacia mí. Al llegar al lago, descargué mis cosas y pasé nadando a la playita del frente para divisar el rio Tapajós en su inmensidad parcializada por mi mirada.
 Dolly pasó conmigo y se tendió a mi lado sobre la arena desnuda que se te pega en pequeños cristales sobre la piel y cuando te levantas das la impresión de escultura a medio hacer. Apliqué aceite y aflojé los tirantes del biquini. Sentí que Dolly merecía más que mi silencio y comencé un dialogo simple, pero la fácil perturbable Dolly no hizo ningún movimiento ni sonido. Creí entonces que su lengua era la lengua de su dueño y traté de coser palabras en portugués, las mismas que digo a locales y turistas. Retahílas de preguntas comunes, gestos de familiarización. Ella seguía impávida. Sin embargo, no tengo ninguna experiencia en los tratos amistosos con una perra. Así que como precedente he decidido interpretar el hecho de que no se levantara y comenzara a sacudirse las capsulas de arena sobre mí como una señal de total afirmación a mi decidida actitud de confidencia.  A pocos metros se encontraba un hombre. Pescador, caminante, desocupado. Lo enfoqué tratando de descubrir si la ruta que seguía lo llevaba hasta mí en una naciente molestia por el deseo de permanecer únicamente en compañía de mi nueva amiga perruna. El hombre se detuvo a mirar el agua tal vez, un acto tan natural como lo son la observancia del fuego y de la desnudez. Pero Dolly estaba conmigo, si alguien se acercara sus ladridos no tendrían espera. As i que me tumbé de nuevo en la arena y también canté, Aquí el silencio no existe, todo tiene su voz.

Diana Florez

La isla de los micos




Llegamos a un lugar de calma después de una discusión con el lanchero que nos quiso cambiar el precio del recorrido una hora después de este haber comenzado. Bajamos de la lancha para llevarnos la sorpresa que la entrada a la isla costaba más de lo que nosotros pensábamos. Así que después de conversar un poco decidimos entrar.  El recibimiento en el lugar fue por unas guacamayas de colores vivos y hermosos que posaron delante nuestro batiendo sus alas y enseñándonos su grandeza. También nos recibió un mono que se abalanzo sobre las mujeres del grupo, abrazándolas y posando su cabeza cual si fuera un bebe en el pecho de la madre, y mostrándose celoso si alguno de los hombres se acercaba a ellas o intentaba cargarlo.


Después de una corta inducción y una breve historia sobre esta isla nos dispusimos a entrar en la selva donde encontraríamos a los que veníamos buscando. Nuestro guía llevaba una bolsa con bananos que sería el alimento y el interés que despertaríamos en los micos de la isla. En esa bolsa cargada de 8 bananos iban nuestros $80.000 pesos, “que bananos más costosos” era lo único que se nos escuchaba decir acompañado de unas risas nerviosas que esperaban la llegada de los que se iban a consumir nuestro dinero en un abrir y cerrar de ojos.        
Uno a uno se fueron acercando, atendiendo al llamado de un silbido que producíamos los que nos dirigíamos hacia ellos. En la espesura de la selva no alcanzábamos a presenciar aún su llegada, pero escuchábamos por todos lados, como una emboscada, el acercamiento rápido por cada una de las ramas que nos  rodeaban.
De repente en los troncos próximos a nosotros se encontraron por lo menos 15 pequeños simios, todos con mirada asustadiza y buscando en nuestros silbidos el alimento que estaban acostumbrados a obtener cada vez que lo escuchaban. Eran seres interesados y con poco miedo, se acercaban a nosotros con sus grandes ojos, observaban con cuidado nuestras mochilas y nuestras manos buscando su presa.  El guía se dirigió a nosotros y nos pregunto ¿Quien quiere ser el primero?”.

Decidido quién sería el conejillo de indias para esta aventura, el guía saco de la bolsa uno de los bananos y nos explico que por más que los micos nos quisieran arrebatar, no los dejáramos. Acto seguido una multitud de micos saltaba sobre las cabezas de quien tenía en sus manos el valioso alimento (insisto $20000), dando pellizcos y mordiscos por donde podían, sacando a los otros animales de nuestros cuerpos y tirándolos al suelo para alcanzar solo un poco de este banano tan codiciado en estas tierras.
Cuando me toco el turno a mí, apreté tan fuerte el banano que lo estaba estripando, no quería que los 20 se me fueran arrebatados por unos pequeños animales que fácilmente cabrían en un brazo. Se abalanzaron sobre mí unos 10 micos tratando con todas sus fuerzas que yo los dejara comer, ya que como tenía tan apretada la fruta no estaban pudiendo comer, así que lentamente fui abriendo un poco mi mano para dejarles comer un poco más de lo que ya habían logrado. En mi afán por mantener el banano lo único que conseguí fue un mordisco en mi dedo índice, seguido por la pérdida de los $20000 en las manos de uno de estos extravagantes  animales.
Una chica Norteamericana (Sarah) que nos acompañaba en esta aventura le toco el turno, ella gritaba tal vez de la emoción o tal vez por los pellizcos que le daban, era una mezcla de felicidad y temor la que nos tomaba a todos; reíamos de ver a los pequeñines saltar sobre nosotros, y reímos aún más, cuando terminado el turno de Sarah nos comento que la habían cagado. Un olor fétido se levanto inmediatamente aumentando nuestras risas.
El Che (Guillermo) sonreía y gritaba que él quería otro banano, que le tomáramos mas fotos  con los  “bichos” (en acento argentino), a lo cual nosotros mientras reíamos sacábamos más y más fotos. Terminado nuestro corto alimento para los “bichos” nos dirigimos a la recepción, donde nos esperaba un rico jugo de maracuyá helado y muchos indígenas ofreciéndonos sus artesanías.

Santiago Giraldo Diaz

martes, 1 de febrero de 2011

Comunidad Indigena Huitoto Yagua.



Aromas de distantes jardines
Gritos remotos
Notas de una canción
Dicha en otra lengua

El viento con su sonora presencia
Hace más vasta la noche.
José Manuel Arango (Poema IV, Este lugar de la noche)

A dos horas de Leticia por el gran rio, presenciando la grandeza de los delfines rosados que danzan a nuestro lado e imaginando la cantidad de animales que se encuentran bajo nosotros; nos dirigimos hacia una comunidad  indígena creada por los europeos, una comunidad robada de su tierra para ocupar un espacio que no les pertenecía, un lugar selvático que necesitaba ser explotado. Fue allí, en esta comunidad habitada en sus principios por peruanos que ahora son nativos colombianos, donde se dirigía nuestra aventura. 
Después del viaje por el gran rio, nos desviamos un poco por alguno de los tantos afluentes que este tiene, llegamos a un puerto olvidado. Unas escaleras en cemento nos recibieron seguidas de una gran plataforma que iba por encima del rio a unos 5 metros del agua.  Nos inquietamos en saber porque estaba esta plataforma tan alejada del agua. Ellos en un afán por mostrarnos su mundo y sus costumbres, nos explicaron que en  esta época del año, el rio estaba bajo, más cuando el rio se comenzaba a inundar, a crecer, la plataforma era de gran utilidad. Así que después de caminar 500 metros y entender la función que podía alcanzar a tener esta construcción de cemento en medio del rio, vimos las primeras casas de esta comunidad. Casas consumidas por la humedad del rio, olvidadas por un estado que allí sólo llegaba para cobrar las cuentas de luz y de agua.
Por cada una de las ventanas de estas casas se levantaban rostros inquietados, se escuchaban risas de júbilo y de sorpresa por aquellos intrusos que se acercaban, por aquellos seres de pieles claras  que hablaban una lengua tan distinta y tan común a la de ellos. Descubrían en nosotros un acento particular que no les era común, un acento de hombres de ciudad, de conquistadores que llegaban con sus espejos (cámaras digitales) a robarles las almas. Su recibimiento hacía nosotros fue inmenso, todos y cada uno de los habitantes de esta comunidad nos encontró en la escuela. Salieron de sus casas a nuestro encuentro, a mostrar sus artesanías y su mundo. Los niños fueron los más alegres en este encuentro, nos pasaban rosando la ropa como buscando algún gesto, alguna risa que les abriera el espacio a los mas tímidos de entrar desde lo lejos a reírse de nuestro asombro, a reírse de nuestras monerías y torpezas de hombres de ciudad. Nuestro guía, Marcos, nativo de esta comunidad, y quien trabajaba como hombre de limpieza en el hostal en el cual nos estábamos hospedando, se acerco a nosotros con unas semillas que en una primera impresión se mostraban punzantes y dolorosas, mas cuando las acerco, lo que parecían ser púas no eran más que pelitos que brotaban desde el fruto verde y pequeño.  Rompió uno de los frutos enseñándonos como hacerlo y mostrándonos la utilidad de la semilla, la cual respondía al nombre de Achiote. Con este fruto tan importante y tan bello para su comunidad nos pintaron los rostros, que cada vez se mostraban más asombrados y maravillados por cuanto íbamos conociendo, nos mirábamos unos a otros sin poder esconder la alegría con la que se teñía nuestro viaje.  El color rojizo del Achiote se poso en nuestros rostros como si nos preparáramos para el combate, dando visos de lo que nos esperaba en el camino, nuestras expresiones de indios se dejaron ver por un segundo, sonriendo con la inocencia y la tranquilidad que la selva da. La comunidad sonreía al vernos pintar la cara, se divertían de ver como disfrutábamos tanto un fruto que es tan común para ellos, algo que se podía obtener estirando el brazo.
Después de que saciamos nuestra ansiedad de Achiote, nos comentaron de los beneficios que tenia, entre los cuales se encontraba el de repelente para mosquitos y protector solar (de haberlo sabido antes nos hubiéramos bañado en achiote todo el cuerpo para repeler a los mosquitos). De alguno de nosotros salió la pregunta, “¿En cuánto tiempo se nos cae esta pintura del cuerpo?”, todos temimos la respuesta, pero llego y fue simple, “no se quita con agua, pero el sudor la hará desaparecer del cuerpo”, y con el calor que hacía en la selva no fue difícil que se cayera de nuestro rostro esa pintura de indios.
Después de jugar un rato, y ser la sensación de la comunidad, nos dispusimos a almorzar. Un almuerzo sencillo, parecía más un picnic que un almuerzo real. Teníamos pan, atún, tomate, cebolla, mantequilla y salchicha que mezclamos en diferentes formas para adquirir sabores distintos en nuestros paladares. Compartimos nuestros alimentos con los indígenas que allí se encontraban,  nos agradecieron con sus gestos y sus risas nuestro regalo, nos sentimos parte de ellos compartiendo nuestros alimentos y nos preparamos para dar un pequeño paseo por lo que nosotros llamamos la selva, y ellos llaman cultivo.
Nosotros después de 10 minutos de caminada nos sentíamos inmersos en la profundidad de la selva, a lo cual nuestro guía nos corrigió y nos dijo que eso aún era parte del cultivo de la comunidad, que la selva se encontraba a unos 20 o 30 minutos de donde nos encontrábamos, no lo podíamos creer, ya que estábamos rodeados de arboles de una altura impresionante, de animales donde quiera que miráramos e indagando por todo lado los tipos de arboles que encontrábamos. Pasamos por un cultivo de mandioca (yuca), conocimos el “palo de sangre” en el cual pagaban castigos los indígenas de la comunidad. El castigo consistía en cortar el árbol que se presenta fuerte y difícil de atravesar, entre algunas de las historias nos contaban que los que eran castigados en este árbol terminaban con las manos sangrando y llenas de ampollas ocasionadas por el machete y por la fortaleza del palo de sangre que se resistía a ser cortado, después de unos cuantos días lograban cumplir su castigo y podían retornar a la comunidad.
En medio del camino por la “selva” empezó a llover a cantaros y nos toco apurar el paso para que nuestro regreso a Tabatinga no fuera peligroso por el cauce del rio.
Antes de salir de la comunidad y en gesto de agradecimiento de nuestros alimentos, los indígenas nos invitaron a Chicha de Mandioca, una bebida espesa con un sabor salado y fuerte, que en el fondo dejaba un ardor de cierta fermentación, de cierto alcohol que si seguíamos bebiendo, en pocos momentos quedaríamos borrachos de yuca hasta los codos.
Después de compartir todo el día con esta comunidad volvimos al rio y nos dirigimos a nuestra posada, a nuestro hostal a contar historias de todo lo que nos había sucedido, a divertirnos de nuestras caras aún con rastros de Achiote, a creernos indios y fantasear con aventuras de viajes y cultivos infinitos….

Santiago Giraldo Diaz.